El matiz de las elecciones

En el amor es donde más se manifiesta nuestra ansia tan neurótica de encontrar lo mejor, independientemente de estatus, clase, etnicidad, color, altura, peso… Antiguamente se imponía el marido o la mujer a los hijos, y como no había elección se formaba una pareja en mejores o peores condiciones, pero sin preguntas, sin cuestionar si era lo mejor o peor. Evidentemente no es algo deseable en nuestros tiempos, y el concepto del amor pierde su valor y significado real, cuando se trata de algo decidido por personas ajenas. No obstante, la libertad de elección de la que podemos disfrutar hoy en día en muchos países, no parece traer una felicidad mucho mayor que la que mostraban esas parejas formadas por los padres antiguamente.

¿Cómo puede ser que teniendo la libertad de elegir, no estamos más felices? ¿Será la búsqueda de lo mejor, lo ideal, la pareja perfecta? O como decimos con ojos tiernos, mirando al cielo con ojos soñadores: el alma gemela, la persona que fue destinada para uno. El alma gemela sería otra parte de nuestro sentido de vida: tenemos un destino, tenemos una razón de ser, y además tenemos una persona, en un mundo de tantos millones de personas a distancias diferentes, destinada sólo y únicamente para nosotros, la parte de la naranja que falta para que quedemos completos, la otra pieza del puzle, en fin, lo que lleva nuestra aburrida vida de tanta rutina al cielo.

El sabor del enamoramiento

Cuando llega el enamoramiento a nuestra vida todo cambia, pensamos que hemos encontrado esa alma gemela tan anhelada. La tarea más aburrida de repente cobra sentido, todo tiene sentido: el sentido de nuestra vida, de forma completa o parcial según cultura, educación y una multitud de variables más. El deseo de optimizar cada segundo del tiempo, nuestro aspecto, nuestra casa, de hacer un mejor trabajo entra en nuestra vida junto a esa persona. Todo brilla con otra luz… por un tiempo.

Muchos científicos han hablado del enamoramiento como un proceso bioquímico, que tiene su comienzo y su fin, hablan de dos o tres años. No es para desestimar en ningún momento este hallazgo, pero no debemos olvidar el factor ambiental. Una relación comienza como una hoja en blanco, una oportunidad de ser como queremos, de mostrarnos como queremos y de construir algo según el ideal que tenemos en nuestra mente (fruto de películas, libros, relaciones que hemos visto), aún siendo una visión parcial, ya que en pocas ocasiones tenemos la oportunidad de ver la imagen completa de una relación. Al igual que nos formamos una imagen de lo que queremos, formamos una de lo que no queremos, una vez más, mediados por lo las experiencias propias y ajenas y por lo que vemos en los medios de comunicación.

La cabeza enamorada con la carne en el asador

Al principio ponemos toda la carne en el asador, damos lo mejor de nosotros mismos, ponemos de nuestra parte para cimentar los ladrillos en la construcción de nuestro sueño, intentando hacerlo realidad. El problema llega cuando las dos mentes enamoradas se encuentran con dificultades de compatibilidad, hay una pequeña ruptura en el sueño de la perfección cuando resulta que la otra persona no es tan ideal como nuestra cabeza ha querido pensar cuando formó una imagen ideal del otro, encajándole en la figura del príncipe azul, o la princesa rosa. El conflicto es inevitable, y conlleva una pequeña brecha en la imagen tan idílica. “Yo no pensaba que fuera así…”.

Venimos de sitios diferentes, nos hemos criado en ambientes distintos, con padres distintos, abuelos, barrio, colegio, amigos… Todas las vivencias, por muy parecidas que sean, no son las mismas, y las experiencias en su conjunto, con las condiciones genéticas, conforman una persona. Así mismo, no existen dos mentes iguales, cosa que a menudo le cuesta a la cabeza enamorada encajar, y lleva a decepciones.

Semillas azul y rosa

El desenamoramiento puede ser el resultado de la acumulación de conflictos, y si estos además son conflictos sin resolver, vamos plantando una semilla de frustración, de dudas, de malestar y el amor se convierte finalmente en un campo de batalla, en vez de un edén de flores, donde vamos plantando día a día flores bellas. Las diferencias que tenemos con la pareja, que antes resultaban tan interesantes y eran razón de intriga y curiosidad hacia la otra persona, ahora se convierten en nubes grises en nuestro cielo anteriormente tan azul, sin dejar que los rayos del sol traspasen. El sueño del príncipe azul o la princesa rosa se convierte en una pesadilla. O no existe esa pareja ideal y seguimos nuestra rutina aceptando las cosas, dejamos de soñar, o seguimos soñando con esa media naranja, o incluso la vamos buscando de forma inconsciente o consciente, de manera directa o indirecta en otras personas.

Aquí es donde debemos plantearnos si esa persona alguna vez cambió, si cambiamos nosotros mismos, o si cambiamos todos… ¿Seguimos poniendo de nuestra parte? ¿Seguimos con el deseo de mostrar lo mejor de nosotros mismos? ¿Seguimos poniendo esos ladrillos? o ¿damos la construcción por terminada, porque no salió como la habíamos diseñado como arquitectos en nuestra mente?

Comenzamos a pensar que la otra persona nos tiene que aceptar tal cual: tenemos días malos en el trabajo, estamos de mal humor, tenemos dolor de la cabeza, es un rollo siempre tener las piernas depiladas o la barba perfecta, no podemos levantarnos por la mañana y entrar directamente en el baño para domar la cabellera de león resultante de la cama… tantos detalles, tanta rutina… Y si hablamos de sexo, nada que ver con esa libido desbordante del principio, que ahora pasa a ser la diversión u obligación de la noche del sábado. Lo que antes era una alegría, ahora da pereza, y no nos damos cuenta del cambio que ha ocurrido en nosotros mismos, pero sí tenemos en cuenta todos los cambios en el otro. Bienvenido al desencanto, bienvenida la pareja que es humana, y no un príncipe o princesa.

La inversión de los supuestos

El tiempo no favorece la evolución de la pareja cuando ésta no actúa desde la aceptación del otro y de sí mismo. Los reproches se anteponen a la empatía y comprensión, y la responsabilidad de uno mismo se convierte en culpabilización del otro. Esperamos que el otro esté por nosotros, que nos acepte, que nos entienda en todo momento (como si de una relación telepática se tratase)… pero, si invertimos ese supuesto: ¿Estoy yo por mi pareja? ¿Realmente entiendo al otro?, ¿mi necesidad no es la suya y viceversa? ¿Me hago responsable de lo que aporto a la relación en términos negativos? ¿O me doy permiso porque él/ella hizo…?

En definitiva, hay que mirarse más a uno mismo y menos al otro, ahí está el camino para ver la realidad de forma más auténtica. Así aprovechamos el conocer a nuestro favor, combatimos la habituación, vivimos y aprovechamos el día, porque el amor recobra otras dimensiones y evoluciona con el tiempo en una u otra dirección.

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